Crónica política de la clase de
un politólogo en la Facultad de Exactas
Hoy di mi primera clase como
profesor invitado en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA.
Algo bastante extraño para un politólogo-sociólogo de formación, con intereses
diversos.
El tema propuesto era el uso de
modelos de simulación computacional para estudiar problemas complejos concretos
del desarrollo social, político, económico, humano y ambiental.
La idea general que quería
ilustrar era muy simple: investigar problemas complejos requiere de la
cooperación y articulación entre disciplinas, es decir, de la investigación
interdisciplinaria.
La idea del curso puede resumirse
en una idea muy básica. Ni bien comenzó la clase aclaré mi propósito. Mi
objetivo no era enseñarles nada, en el sentido usual del término, no quería
trasmitirles el contenido de ningún conocimiento. Simplemente, lo que quería,
era dejar planteado un conjunto de interrogantes que los investigadores tienen
que hacerse a sí mismos cuando hacen ciencia. Una invitación simplemente a
pensarnos a nosotros mismos, a pensar como pensamos. La caja de herramientas
del investigador no está hecha sólo de “métodos” –en el sentido usual de la
palabra-, es decir, de técnicas con las que producir y analizar datos. El
principal capital de un investigador es su aptitud para formular preguntas y
para cuestionarse a sí mismo. Cuando el científico deja de cuestionarse a sí
mismo ya no merece el nombre de científico y pasa a ser un “cientificista”.
Resumiendo: lo más importante en
la ciencia es igual a la vida cotidiana de todos los días: conjugar la
observación con la auto-observación. Ser capaces de pensarnos a nosotros mismos
para integrar el punto de vista del otro. Fácil de enunciar, difícil de hacer.
Como se darán cuenta, es análogo
a lo que vengo diciendo respecto al modo de pensamiento argentino como
incapacidad o dificultad para ejercer la auto-crítica e incluir el punto de
vista de los demás. Esta forma degradada de pensamiento se ha profundizado en
los últimos diez años hasta límites insospechados, tanto en la sociedad como en
la academia. He ahí la tragedia.
La ciencia y la sociedad o, mejor
dicho, los científicos y los ciudadanos adolecemos del mismo problema: una
enorme pobreza para pensarnos a nosotros mismos y pensar al otro.
La interdisciplina es a la
ciencia, lo que el diálogo es a la vida cotidiana: un esfuerzo de
comprendernos. Eso es lo que tenemos que recuperar si queremos hacer una
ciencia diferente y un país diferente.
Para mi sorpresa, la clase tuvo
lugar en el Laboratorio “Alan Turing”, el inventor de la computación moderna y
de la máquina Enigma para descifrar el código alemán durante la Segunda Guerra
Mundial. La película es buena, se las recomiendo. La metáfora no podría ser más
perfecta. De eso se trata, de construir entre todos una suerte de máquina
enigma para tratar de entender lo que el otro tiene para decirnos.
Todo esto sucedió en el Pabellón
I de la Facultad bautizado con el nombre de “Rolando García” hace unos años.
Rolando fue un científico de la edad de oro de la ciencia argentina, entre
otras cosas fue el Decano de la Facultad de Exactas y Naturales de la UBA entre
1958 y 1966 hasta la noche de los bastones largos. Como Decano, Rolando
construyó Ciudad Universitaria, es decir, el mismo edificio donde yo
pronunciaba mi clase inspirado en sus ideas y sus pensamientos, los de Piaget,
los de Oscar Varsavsky y los de tantos otros.
Coincidencias que dejan ver el
modo en que nuestro pensamiento constituye la realidad al tiempo que es
constituido por esta. No hay una “realidad” por un lado y un “pensamiento” por
el otro. Cambiar la realidad es, en parte, aprender a pensar de otro modo. Ese
es el desafío que tenemos por delante.
Un abrazo,
Leonardo
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